Les dejo la historia que Daisy Goodwin escribió para VOGUE Latinoamérica el pasado mes de febrero. Una personal pero inspiradora historia sobre un objeto que la ha seguido en toda su vida. Disfrútenlo…
El joyero de mi abuela era de cuero verde; estaba desteñido en los bordes y tenia un broche de madera y una minúscula llave. Mi abuela guardaba esa llave atada a un lazo morado de terciopelo en el fondo de su canasta de coser. A veces, perdía sus lentes y mi tarea era encontrar la preciosa llave bajo montones de hexágonos de telas unidos uno a otros con afilados imperdibles. Cuando lo encontraba, ella me recompensaba permitiéndome sacar todas sus joyas y acariciarlas. Yo las llamaba “juuchas”, pero de hecho sus tesoros eran: un fino collar de perlas (“si muerdes una y se siente arenosa, es real”); un broche en forma de serpiente, con cuerpo de diamante y un ojo de esmeralda (“tu abuelo lo trajo de Ceylon”); un par de aretes de diamantes y una tira de cuentas de lapislázuli. Mi abuela me permitía probarme las cuentas, y las recuerdo tibias y suaves contra mi piel. Aun entonces sabia que eso era joyería de principiante, pero ningún ruego me daba acceso a los diamantes o a las perlas. Una vez me mostró el seguro secreto que abría un compartimiento donde guardada sus cartas. Aunque mi abuela casi nunca usaba sus joyas, su actitud protectora hacia el contenido de su joyero me hizo entender a la edad de 6años lo que “precioso” significa realmente.
Viví con mi abuela durante dos años, mientras mis padres se divorciaban, y después, a los 8años, me fui a vivir con mi padre y mi madrastra, quien no tenía joyero. Sus únicos adornos en los 35años que la conozco han sido un reloj de hombre y una alianza dorada. Por otro lado, mi madre tenia un cofre, de laca negra de madreperla en el interior, con un enorme broche de diamante con forma de estrella; hebillas de diamante, trenzadas en tiras de terciopelo para usar como gargantillas; diferentes tipos de argollas; y una colección de alberts, las elaboradas cadenas de plata de las cuales los caballeros victorianos colgaban sus relojes; empobrecida, pero de irreprimible estilo, mi madre los usaba como collares o como brazaletes y hasta convirtió las borlas en aretes divinos.
Valioso como era, este joyero no tenia candado y hasta me lo prestaba para que jugara. En retrospectiva, mi madre era notoriamente estoica en cuanto mis juveniles saqueos en su cofre de tesoros. A veces, su preciada posesión –un broche de diamante ovalado insertado en una gargantilla de terciopelo magenta- desaparecía después de una de mis visitas y aparecía, como por arte de magia, la próxima vez que iba a su casa. Hasta el día de hoy, no se si ella alguna vez se dio cuenta de cuan a menudo sus joyas eran parte de mis juegos. Nunca hubo dudas de que un día yo tendría mi propio joyero. No soy la clase de mujer que no usa joyas o de esas que usa solo un par de piezas. Tener un cofre lleno de joyas preciosas es parte de mi feminidad total.
Con los años, yo he creado mi propia colección: un relicario con cadena de oro para mi confirmación, un dije de plata con mis iniciales que un chico de la escuela hizo para mi; los aretes victorianos en gota, que me dio mi padre por mis 18años; la placa que dice “perfecta”, que el hombre que hoy es mi marido me dio un mes después de conocernos. Luego, añadí mis propios engreimientos: brazaletes de fila grama de plata de la india; aretes hachos de doblones de Perú; aretes de clip de diamantes de los años 40 de nueva york… mi joyero me ha seguido del colegio a la universidad y a través de apartamentos compartidos hasta mi primera casa matrimonial. El momento en el que lo ponía en el tocador, era el sutil instante en el que sentía que había tomado posesión de mi espacio. Ahora que tengo más de 40años, extiendo mi mano hacia el joyero tan automáticamente como aplico Touchè Eclat debajo de mis ojos. Mi joyero solía servirme para ocasiones especiales; hoy se ha convertido en una parte necesaria de mi imagen. De joven, usaba el mismo par de aretes y el brazalete de plata por semanas; ahora, elijo mis joyas tan deliberadamente como escogería mis zapatos.
Una buena colección de joyas merece el escenario adecuado: ahora tengo un elegante cofre con compartimientos de seda y su candado dorado. Aun no guardo la llave en un lazo de terciopelo en el fondo de mi canasta de costura. Hacerlo significaría deshacerse de todos esos aretes solitarios, collares con broches rotos y otros trofeos de mi educación sentimental. Un día, quizás, tenga un joyero como el de mi abuela. Ni quiero cerrar la llave y privar a mis hijas de algo que ha sido testigo de mis pasos hacia la madurez, como los anillos de un árbol en crecimiento. Mi hija de 16años entro en mi habitación una mañana y me vio ordenado el cofre y me dijo: “no se por que te molestas, mamá. Esa caja es exactamente como tu: desordenada y hermosa…”.
Daisy Goodwin
Vogue Latinoamérica – febrero 2008
El joyero de mi abuela era de cuero verde; estaba desteñido en los bordes y tenia un broche de madera y una minúscula llave. Mi abuela guardaba esa llave atada a un lazo morado de terciopelo en el fondo de su canasta de coser. A veces, perdía sus lentes y mi tarea era encontrar la preciosa llave bajo montones de hexágonos de telas unidos uno a otros con afilados imperdibles. Cuando lo encontraba, ella me recompensaba permitiéndome sacar todas sus joyas y acariciarlas. Yo las llamaba “juuchas”, pero de hecho sus tesoros eran: un fino collar de perlas (“si muerdes una y se siente arenosa, es real”); un broche en forma de serpiente, con cuerpo de diamante y un ojo de esmeralda (“tu abuelo lo trajo de Ceylon”); un par de aretes de diamantes y una tira de cuentas de lapislázuli. Mi abuela me permitía probarme las cuentas, y las recuerdo tibias y suaves contra mi piel. Aun entonces sabia que eso era joyería de principiante, pero ningún ruego me daba acceso a los diamantes o a las perlas. Una vez me mostró el seguro secreto que abría un compartimiento donde guardada sus cartas. Aunque mi abuela casi nunca usaba sus joyas, su actitud protectora hacia el contenido de su joyero me hizo entender a la edad de 6años lo que “precioso” significa realmente.
Viví con mi abuela durante dos años, mientras mis padres se divorciaban, y después, a los 8años, me fui a vivir con mi padre y mi madrastra, quien no tenía joyero. Sus únicos adornos en los 35años que la conozco han sido un reloj de hombre y una alianza dorada. Por otro lado, mi madre tenia un cofre, de laca negra de madreperla en el interior, con un enorme broche de diamante con forma de estrella; hebillas de diamante, trenzadas en tiras de terciopelo para usar como gargantillas; diferentes tipos de argollas; y una colección de alberts, las elaboradas cadenas de plata de las cuales los caballeros victorianos colgaban sus relojes; empobrecida, pero de irreprimible estilo, mi madre los usaba como collares o como brazaletes y hasta convirtió las borlas en aretes divinos.
Valioso como era, este joyero no tenia candado y hasta me lo prestaba para que jugara. En retrospectiva, mi madre era notoriamente estoica en cuanto mis juveniles saqueos en su cofre de tesoros. A veces, su preciada posesión –un broche de diamante ovalado insertado en una gargantilla de terciopelo magenta- desaparecía después de una de mis visitas y aparecía, como por arte de magia, la próxima vez que iba a su casa. Hasta el día de hoy, no se si ella alguna vez se dio cuenta de cuan a menudo sus joyas eran parte de mis juegos. Nunca hubo dudas de que un día yo tendría mi propio joyero. No soy la clase de mujer que no usa joyas o de esas que usa solo un par de piezas. Tener un cofre lleno de joyas preciosas es parte de mi feminidad total.
Con los años, yo he creado mi propia colección: un relicario con cadena de oro para mi confirmación, un dije de plata con mis iniciales que un chico de la escuela hizo para mi; los aretes victorianos en gota, que me dio mi padre por mis 18años; la placa que dice “perfecta”, que el hombre que hoy es mi marido me dio un mes después de conocernos. Luego, añadí mis propios engreimientos: brazaletes de fila grama de plata de la india; aretes hachos de doblones de Perú; aretes de clip de diamantes de los años 40 de nueva york… mi joyero me ha seguido del colegio a la universidad y a través de apartamentos compartidos hasta mi primera casa matrimonial. El momento en el que lo ponía en el tocador, era el sutil instante en el que sentía que había tomado posesión de mi espacio. Ahora que tengo más de 40años, extiendo mi mano hacia el joyero tan automáticamente como aplico Touchè Eclat debajo de mis ojos. Mi joyero solía servirme para ocasiones especiales; hoy se ha convertido en una parte necesaria de mi imagen. De joven, usaba el mismo par de aretes y el brazalete de plata por semanas; ahora, elijo mis joyas tan deliberadamente como escogería mis zapatos.
Una buena colección de joyas merece el escenario adecuado: ahora tengo un elegante cofre con compartimientos de seda y su candado dorado. Aun no guardo la llave en un lazo de terciopelo en el fondo de mi canasta de costura. Hacerlo significaría deshacerse de todos esos aretes solitarios, collares con broches rotos y otros trofeos de mi educación sentimental. Un día, quizás, tenga un joyero como el de mi abuela. Ni quiero cerrar la llave y privar a mis hijas de algo que ha sido testigo de mis pasos hacia la madurez, como los anillos de un árbol en crecimiento. Mi hija de 16años entro en mi habitación una mañana y me vio ordenado el cofre y me dijo: “no se por que te molestas, mamá. Esa caja es exactamente como tu: desordenada y hermosa…”.
Daisy Goodwin
Vogue Latinoamérica – febrero 2008
3 comentarios:
hola!!! te deje un regalito en mi blog :)
yo tengo mi joyero pero no tienen diamantes jijiji que triste no?
me gusto la historia.
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